Señal de tristeza, melancolía y orfandad, en
un combinado de abandono, fue lo que Felipe Calderón ofreció a la República,
con el beso que obsequió a la Banda Presidencial, antes de entregarla a Enrique
Peña Nieto para que lo sustituyera.
“Con un beso entregas al hijo de Dios”, le
dijo Jesús a Iscariote. Pero no hay comparación. A menos que intuyamos que la
de Calderón al país, fue igual una traición aderezaba con toneladas de monedas
y cien mil cadáveres para el huerto del Señor.
Rubén Darío revoloteó en la mente del triste
panista… “Banda, Divino Tesoro… Te vas para no volver”.
O: “Bienaventurados los impunes, porque de
ellos será el reino del olvido”. Nueva paráfrasis.
Para los hombres superiores, líderes,
paladines, el poder es únicamente un paso en la fructífera caminata de la vida.
Nelson Mandela no ha tenido desvaríos porque
dejó en el pasado la silla presidencial.
Jimmy Carter tampoco padece insomnio por ser
ex presidente.
Quienes sí cumplieron su deber en el cargo
mayor a que un ciudadano puede aspirar, como es de Jefe de Estado de una
Nación, carecen de toda frustración y pesadilla.
Son los vanos, pedestres, insustanciales y
frívolos, los que se hunden en el pantano de la miserere, cuando dejan de ser
lo que nunca fueron. Rememore a Zeferino.
Para la filosofía: pienso, luego existo, el
poder es sólo una herramienta para hacer el bien. Un instrumento del gobierno
con el cual servir a la sociedad, satisfacer al pueblo.
Cuando te enamoras de la insignia y
conviertes a la almohada en parte de tus sienes, corres el riesgo de extrañar
tanto el frac y la investidura, como pueden asomar a tus ojos las lágrimas que
son, el sentimiento eunuco de los quienes aman sin ser correspondidos.
¿Qué cancelaba la Banda a la que Felipe con
un beso le dijo adiós?
La oportunidad de ser. El sueño despedazado.
Las almas rotas de un PAN carente de oficio político.
Con la Banda se iba el protocolo, la
servidumbre, la importancia y el oropel de un sexenio que no sirvió para nada.
No hay precedente alguno de besar al bastón
de mando, ni siquiera en las tribus egipcias.
Salomé besó al Bautista después que lo
degollaron. Alérgico a la sensualidad San Juan la rechazó cuantas veces se le
insinuó.
Hubo quien lloró cuando perdió la corona: Boabdil
al ser derrotado en Granada.
Cleopatra, vencidos sus generales por las
tropas romanas, se hizo picar por un áspid. Vio que el poder se le escapaba de
las manos como puño de azogue.
Cuando Pinochet pidió a Salvador Allende que
se entregara, la respuesta del Mártir fue estruendosa: “Un Presidente de Chile
no se rinde”.
El poder embriaga, la subordinación alucina,
la adulación es un éter idéntico a respirar. No hay drogadicción que lo supere.
El ego sufre una inflamación que propicia la levitación y despega los pies de
la tierra.
Poder, cuántas locuras se han cometido en tu
nombre.
Por lo mismo los emperadores romanos se
hacían acompañar de un anciano que a cada paso les recordaba que eran seres humanos.
Trasformados por una sensación de
omnipresencia, muchos monarcas se han creído Hijos del Sol, Dioses, Estrellas.
Y cuando pierden su imperio, enloquecen:
Carlota, Huerta, Hitler, Gadafi.
En el beso de Felipe Calderón a la Banda
Presidencial hubo un vacío, un salto al abismo de un total extravío.
PD: “Y el Beso, que volaba tras la Banda…
Ese Beso cautivo,
enamorado, rompiendo el aire, se
volvió suspiro”:
Paráfrasis al poema de Luis G.
Urbina.
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