Por Julio Zenón Flores Salgado
La multitud que acompañó al presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador en la marcha del domingo 27 de noviembre del 2022 (es necesario ponerle fecha exacta, porque con toda seguridad quedará para la historia) semejaba un solo cuerpo, un humano, respirando, palpitando, vivo; un cuerpo hecho de miles de cuerpos, respirando al unísono, caminando rumbo al zócalo, al unísono, como una sola persona, bautizada desde su convocatoria.
La cantidad pasó a ser un asunto secundario, un millón o menos, o más, en realidad caminando sobre las baldosas del centro histórico, no eran cientos, ni miles, ni millones, era uno solo; un solo hombre, hablando por la Nación, sintiendo por ella.
Esa serpiente humana cuya cabeza tardó más de cinco horas en llegar al templete previamente instalado en el zócalo fue lo más cercano a la representación real de una nación, de un pueblo, que siempre hemos oído mencionar como algo abstracto, unidos en torno a sí mismos, y en torno a un solo hombre: Andrés Manuel López Obrador.
Imposible hacer un resumen, imposible una crónica clásica que dijera cuántos contingentes llegaron de cada rincón del país, en cuántos autobuses o combis, o a pie o a caballo, o en motocicleta, como el propio secretario de Gobernación en su desesperación por quedar muy atrás de López Obrador, porque a él la gente no le abría camino como al Peje, ni cuando se montó en una bicicleta, que lo hizo ver como novato, lejos, muy lejos de la competencia.
Los drones no sirvieron más que para tomar fragmentos testimoniales. Usted póngale la cantidad que quiera, habría dicho Paquita La del Barrio; aunque la frase quedaba mejor al ausente, Ricardo Monreal Ávila, que solito se apartó de la corcholatas y pintó su raya yéndose a España, a pedir que ese reino se disculpe con México, en una inoportuna forma de congraciarse con el mero mero de Palacio Nacional. La senaduría no es un cheque en blanco, reiteraría Paquita, con todo su desprecio, “como cheque al portador”.
La entrada al zócalo, dirían los opositores, casi un desorden, como el traje de Marcelo Ebrard y la cara que puso, como la habría puesto la Corcholata original, Carmen Salinas, cuando dijo "Yo fui al infierno, me enfrenté al diablo y me peló los dientes, qué tal", como debe haber sido cuando alguien pasó frente al canciller y lanzó un escupitajo que no se sabe si dio en el blanco, pero que hizo que Ebrard se limpiara rápidamente la cara. ¿Sudor, saliva, lágrimas?
Y es que la jefa de la ciudad, Claudia Sheinbaum, fue la única que no se despegó ni un momento del presidente López Obrador, salvo cuando subieron al templete y se fue a sentar, modosita, atrás, en la retaguardia, donde estaba toda la vanguardia que acompaña al general de esta campaña por los pobres, que desde el micrófono dejó en claro que su gobierno es maderista y que no, aunque se lo pidan una y mil veces, no aceptará buscar la reelección, como sí lo hizo en su momento Porfirio Díaz, ese general revolucionario que se convirtió en dictador con el argumento de que la Nación lo demandaba.
Y es que el cuerpo de todos, con sudor y vida propia, exudando entusiasmo solidario (en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos: Mario Benedetti), de alguna manera se mostraba femenino; no solo por su sensibilidad y los quiebres en cada bocacalle, sino también porque la mayoría de los contingentes eran mujeres.
Mujeres, como la gobernadora de Guerrero, Evelyn Salgado, entre otras, que alzaban la mano para saludar desde lejos al presidente y que tenían el privilegio de un roce de segundos, y una sonrisa y una mirada de aprobación, para empujar los resultados en la entidad nativa que requiere de todo, de todos y de esfuerzos extraordinarios para salir adelante.
Pero ese cuerpo-nación demandaba definiciones, a pesar de que una de ellas había quedado clara en la marcha misma. Por eso a las 3:00 en punto, según el reloj presidencial, que es el que cuenta en este intento de crónica, López Obrador respondió a la multitud, respondiéndose a sí mismo: somos maderistas, no habrá reelección, por si acaso se ocultaba en algún rincón del alma esa malvada tentación de la manzana envenenada de sentirse indispensable, Como Stalin, Castro, Ortega, Chávez, Lula, “próceres” del pueblo, que “ya no se pertenecen” y, por fin, dijo de qué se trata su gobierno, para dónde va, pues su procedencia es de todos conocida: al humanismo mexicano.
Muy congruente con el “milagro mexicano” que mantuvo el poder por décadas en un solo partido político y luego permitió la alternancia partidista y hasta ahí llegó, se pudrió el milagro del crecimiento sostenido con baja inflación y estabilidad y paz social, salvo unos cuantos inconformes que fueron apabullados el 2 de octubre y luego perseguidos a la sierra durante años de guerra sucia. Humanismo Mexicano, nada que ver con el humanismo de los siglos XIV y XV ligado a la filosofía, a los intelectuales y al arte y la cultura, pero humanismo centrado en los valores humanos, es decir de todos, pero teniendo claro que “primero los pobres”.
¿Querían definiciones? Hubo definiciones, músculo, vibra, palpitación del pueblo en torno a su líder nacional y verdadero guía moral, como en una poesía revolucionaria, pariendo un corazón. El corazón del cambio, que llegó para quedarse.
Octavio Paz apuntó en El arco y la lira: “La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar al mundo, la actividad poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía revela este mundo; crea otro.” Así, Andrés Manuel emprendió la creación de un nuevo modelo, de un nuevo país, para un nuevo pueblo.
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Portal editado por JULIO ZENÓN FLORES SALGADO.- Comunicólogo, maestrante en ciencia política y, diplomado en MKT digital
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