DEL HURACÁN OTIS A LA PEREGRINACIÓN DE SAN JUDAS TADEO: UNA CRÓNICA TARDÍA
Por Julio Zenón Flores Salgado
-El huracán Otis lanzó a la familia Flow desde la colonia Progreso
en Acapulco, hasta la peregrinación de devotos de San Judas Tadeo en la calzada
de Tlalpan, en la Ciudad de México.
Y es que una vez que vivieron la experiencia de estar bajo
el peso de una de las paredes del huracán categoría 5 -el más poderoso de que
se tenga memoria en México-, encerrados en una habitación mientras temían que los
ventanales de su departamento se desprendieran ante el embate de los vientos, y
buscaban gomas de mascar para mitigar ese dolor de oídos que, afirman, les hace
creer que les estallarían, como estallaban miles de cristales en todo Acapulco,
quedaron anonadados.
Dicen que la mañana siguiente al golpe del meteoro, ya no
había energía eléctrica, ni servicio de internet, ni bombeo de agua potable y
que la gente salía a las calles a buscar vida, comida, agua, y solidaridad; que
las calles y avenidas estaban bloqueadas por toneladas de lodo, árboles y palmeras
arrancados de raíz, postes de luz y de telefonía literalmente partidos por la
mitad; pedazos de láminas galvanizadas retorcidos como si fueran chicharrón y
muchos vidrios rotos, autos encimados, como en un corralón, cobijaron a esa
masa humana que se lanzó frenética a las tiendas de víveres, primero, a
llevarse lo que podían, y que luego se extendió como niebla a todas las tiendas
de Acapulco sin importar su giro, incluidas gasolineras, en donde el llamado
huachicoleo de combustible se practicó a la luz del día, con largas hileras de
personas con bidones de plástico esperando conseguir aunque sea un poco para
mover sus autos o motocicletas.
Vieron a los más bien portados funcionarios y clasemedieros,
salir de su confort y modosita forma de vida y retar a los filosos pedazos de
cristal, para entrar a los negocios a conseguir algo que no tenían antes, ante
la impávida mirada de los escasos policías o soldados que no alcanzaban a
reaccionar, o que no sabían qué hacer, o a qué los habían mandado a ese lugar,
chapoteando en el fango que duró días en las calles y avenidas.
-Pásele, está en su casa, dicen, que les invitaron desde el
fondo de un Oxxo con las puertas rotas y saqueado. Aún quedan cosas, hay para
todos, no nada más para uno, les dijeron. Necesito un refresco, dijo uno de la
familia, entrando en complicidad pasiva con los saqueadores.
Las versiones extraoficiales hablando de que todos los
intubados del hospital general del IMSS habían perecido y que los bebés de cuneros
estaban desaparecidos, que toda una colonia precarista, en la parte alta de la
Morelos, había quedado como un extenso baldío, se contaban como si se hubiera
visto; ella es enfermera de ese hospital, decía el emisor del mensaje a quienes
hacían corro, mientras saludaban a los conocidos que pasaban cargando el botín
del día.
Relatan que cuando un despistado empleado de CFE les dijo
que la luz se restablecería un mes y medio después, que no podían ni siquiera
saber si su familia y amigos estaban vivos, y que tampoco se podrían conseguir
víveres de las tiendas saqueadas ni de la inexistente ayuda oficial, decidieron
salir de Acapulco, arriesgándose a marchar hasta Chilpancingo en su viejo
automóvil Sedan, con medio tanque de gasolina.
Sacando cuentas, el agua para beber les duraría una semana,
lo que tenían en el refri solo para dos, en lo que se descongelaba todo, el
agua corriente, se estaba acabando, pues ya no se bombeaba desde los sistemas
de captación…la muerte por hambre o atacado por las hordas callejeras,
asaltados, presa de la desesperación, se les abrió como un apocalíptico futuro
que muy pronto los alcanzaría.
Explicaron que tardaron cinco horas para salir de Acapulco.
Las cinco horas más largas de su vida. A sus lados, llenos
de barro, pasaban cientos de personas sudando y cargando lo inverosímil, cajas
con juguetes, joyas de las casas de empeño, computadoras, aires acondicionados,
en paquetes más grandes que sus cuerpos y sentarse en el camellón a esperar a
alguien con vehículo para llevar la carga a casa.
Llegar a Chilpancingo, encontrar las gasolineras con filas
interminables, pasar a Cuernavaca encontrar los hoteles llenos y pasarse hasta
la ciudad de México con los precios de las hospederías elevados hasta el cielo:
uno de mil 300, Real del Sur, cobrando ahora 6 mil 500 por habitación para dos
personas, pero además lleno y de pronto, viajando por la calzada de Tlalpan,
entre la oscuridad, en la cola de los peregrinos de San Judas, el 28 de octubre,
tres días después del trágico encuentro con el fenómeno meteorológico, hasta
encontrar un modesto hotel con algunas cucarachas, pero a apenas 2 mil pesos la
noche para dos, con los juegos pirotécnicos al fondo.
*Fotos de Renata Flores y Julio Zenón
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