Era una tarde cualquiera en un supermercado de barrio, uno de esos lugares pequeños donde los vecinos se cruzan y se saludan con un "hola" o un "qué tal". El murmullo de las conversaciones llenaba el aire mientras familias compraban el pan, el aceite o algo para la cena. Revisaba mi lista de compras cuando una voz suave y algo temblorosa me sacó de mis pensamientos.
Nunca nos cansemos de hacer el bien a nuestro prójimo cuando tengamos la oportunidad. A veces un par de dólares pueden hacer mucha diferencia en sus vidas, y sobre todo la atención que se le presta le sirve para sentirse todavía vivos, y tomados en cuenta en medio de una sociedad cada día más materialista 😒
— Joven, ¿podrías ayudarme a ver la fecha de caducidad de esta margarina? Es que sin mis gafas no consigo leerla, y las he dejado en casa.
Me giré y vi a un hombre mayor, encorvado, con un abrigo desgastado. Sostenía una caja pequeña de margarina, ofreciéndomela con una mezcla de timidez y esperanza.
— Claro, no hay problema, — le dije mientras tomaba el paquete y me acercaba para leer las letras pequeñas. — Es válida hasta el 15 de abril del próximo año.
— Muchas gracias, hijo, — respondió con un suspiro de alivio, tomando el paquete con manos temblorosas.
Al mirar el precio, algo en mi interior se quebró. Era la margarina más barata del estante. Dudé un momento antes de proponer tímidamente:
— ¿Seguro que no prefiere llevar mantequilla? Es más saludable y está ahí, un poco más arriba.
El hombre me dedicó una sonrisa amarga, resignada.
— Lo sé, hijo, pero esta es la que puedo pagar.
Dejó la margarina en su carrito, donde apenas había unos pocos productos: una barra de pan barato, una bolsa pequeña de arroz, tres patatas. Lo observé mientras seguía recorriendo los pasillos. Se detenía en cada estante, mirando los precios con detenimiento, sacando de su monedero viejas monedas de céntimo, como si calcular cada gasto fuera un desafío.
Sentí un nudo en el estómago. Recordé a mi abuelo, que vivía en un pequeño pueblo y también contaba cada céntimo después de jubilarse. Esa misma mañana me había quejado con mi mujer, Carmen, de que no teníamos suficiente dinero ahorrado para irnos de vacaciones a Mallorca. Pero ahora, viendo a este hombre, mis preocupaciones me parecían ridículas.
Sin pensarlo mucho, tomé un carrito y empecé a llenarlo: aceite de oliva, queso manchego, verduras frescas, frutas, huevos, leche, carne. Cuando lo vi dirigirse a la caja, ya había pagado mis compras y corrí tras él.
— ¡Disculpe, señor, por favor!
Se detuvo, sorprendido, y se giró hacia mí.
— ¿Pasa algo?
— Nada, nada malo, — respondí con una sonrisa mientras le ofrecía las bolsas llenas de comida. — Esto es para usted.
Sus ojos se abrieron con incredulidad.
— Pero… no puedo aceptar esto, es demasiado. Tienes tu familia, joven, y seguro que lo necesitas más.
— No se preocupe, no es problema para mí. Por favor, acéptelo, de verdad.
El hombre vaciló un momento, pero al final tomó las bolsas, sus manos temblorosas agarrándolas con cuidado.
— ¿Cómo te llamas, hijo?
— David, — le respondí con una sonrisa. — ¿Y usted?
— José, — dijo suavemente. — No sé cómo agradecerte, David. Ya casi nadie se detiene a ayudar.
— ¿Le puedo acompañar a casa? Así no tiene que cargar con las bolsas.
Se quedó pensativo un instante, pero finalmente aceptó. Durante el trayecto, compartió un poco de su historia conmigo.
— Mi esposa, María, falleció hace siete años. Era una mujer increíble, llena de vida. Ahora… ahora estoy solo. Mi hijo vive en Alemania, trabajando, y hace meses que no sé nada de él.
Cada palabra parecía pesar más que la anterior. Llegamos a un bloque de apartamentos viejos, en las afueras de la ciudad. Le ayudé a llevar las bolsas hasta la puerta de su pequeño piso.
— Gracias, David. Lo que has hecho por mí hoy… no lo olvidaré nunca.
Antes de irme, deslicé discretamente algunos billetes en el bolsillo de su abrigo.
Cuando volví a casa, Carmen me estaba esperando con una expresión de impaciencia.
— ¿Dónde estabas? He estado sola con los niños todo este rato.
— Lo siento, se me hizo tarde, — le respondí mientras me quitaba la chaqueta.
— ¿Reservaste los billetes para las vacaciones?
La miré y sonreí con tranquilidad.
— No todavía. Hoy hice algo más importante.
Esa noche, mientras me sentaba en el sofá, me di cuenta de que el encuentro con José había cambiado algo en mí. A veces, un gesto sencillo puede marcar la diferencia en la vida de otra persona. Y me prometí no quedarme ahí. Volvería a buscarle, para asegurarme de que no estuviera solo en este mundo tan apresurado.
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